Diana Aller, la escritora que se casó consigo misma: “Me sigo sintiendo como una pringada adolescente en un mundo de adultos”
La autora publica la novela ‘Todas las guerras empiezan en verano’ (Altamarea), donde reflexiona sobre el paso del tiempo y la falta de expectativas


El día que se celebra esta entrevista Diana Aller (Madrid, 50 años) está de enhorabuena: es el décimo aniversario de su boda… con ella misma. No es una licencia poética, es literal. Tal día como hoy, 5 de junio, Diana Aller celebró una boda, rodeada de amigos, para casarse con Diana Aller. “Llevé un vestido que encontré en la basura, porque me suelo vestir de la basura: ahí tenemos ropa para varias generaciones. Así que tampoco te creas que fue por hacer una ceremonia por todo lo alto”, recuerda. Durante este decenio ha aprendido a convivir con ella misma pero se queja de que hay quien malinterpreta aquella boda como una forma de hedonismo o una petición de atención. “Que tampoco estaría mal”, dice, “pero es que no es eso”. Luego hablaremos más de este curioso enlace matrimonial, porque hoy hemos venido aquí de hablar de su libro.
Todas las guerras empiezan en verano (Altamarea) es una novela que retrata a una generación de treintañeros que ya dejan de serlo pero que siguen atrapados en trabajos precarios y monótonos, sin cumplir con los hitos vitales y refugiándose en la pandilla de amigos para vertebrar su existencia en una retahíla de juergas nocturnas, amoríos breves y resacas cotidianas. La nota discordante: Mencía, la protagonista, animada por su psicoterapeuta, escribe una carta a su yo de 18 años… y su yo de 18 años le responde. Así se inicia una relación epistolar entre la misma persona en dos momentos diferentes del flujo temporal: en el texto se especula abundantemente sobre la física de los viajes el tiempo, aunque más que una cuestión de física parece una cuestión de química, por la ingesta la de dimetiltriptamina, DMT, una droga también conocida como “la molécula de Dios”.
Aller recibe en el Wurlitzer Ballroom, el Wurli para los amigos, la ya mítica sala de punk, rock and roll y similares, que el año que viene cumplirá su 20 aniversario. En este sitio en penumbra, lleno de pósters y pegatinas de bandas, la escritora se presenta con el pelo perfectamente rosa y una camiseta de las Runaways. Álvaro, el mesonero rockero, ofrece bebidas, pero se consume agua del grifo con hielo. En el escenario la banda texana Jason Kane & the Jive, de rock profundo y con mucho groove, monta sus cacharros.

“Este sitio es algo detenido en mitad de un mundo cambiante. Yo es que me sigo sintiendo como una pringada adolescente en un mundo de adultos. Pero este podría ser un bar de rock de cualquier lugar del mundo, en cualquier época”, dice Aller. Le gusta que aquí venga gente de todo tipo y edad (también sus hijos, que rondan la veintena: uno estudia Matemáticas y es cinéfilo, el otro Literatura y es melómano) y de toda condición, desde punkis hasta pijos. “Es un milagro que esto resista al lado de la Gran Vía”, se asombra.
Por su forma de hablar, llena de referencias al pasado, a la edad, al cambio inevitable que se opera en las cosas del mundo, se diría que Aller es nostálgica. Sin embargo, ella lo niega. Una de sus épocas más conocidas fue en el cambio de siglo, cuando formó parte de la banda de tontipop Meteosat (en la que, por cierto, tocaban el bajo el periodista Ignacio Escolar y el teclado el publicista Borja Prieto): su gran éxito fue Mi novio es bakala.
“Aquella fue una época efervescente, porque se trataba de habitar la cultura desde un lugar nuevo, pero no la recuerdo especialmente feliz. Prefiero recordar cuando empecé a salir por los bares punkis de Chueca, en los 90, el Clash, el Ramona, el Jam… Ahora solo queda el Gris. Empezaba a descubrir la música, a ver que algo estaba pasando y que no me lo quería perder”. Aller vive ahora en ese barrio, en un edificio gravemente afectado por la metástasis de los pisos turísticos.
“Estamos en guerra, porque hay más turistas que vecinos. Ahora Chueca es como un decorado. No hay tejido cultural porque se ha vendido la ciudad a los intereses turísticos”, dice. Su novela, y todas las que vendrán, sucede y sucederán en Madrid: “Madrid es muy literaria, muy agotadora, te da esa sensación de que todo puede pasar, de que sales una noche y no sabes dónde vas a acabar ni con quien. Puedes encontrar a tu futura pareja o al socio para montar un negocio. Hay electricidad y magia, pero eso se está acabando”.
Un blog antes de las redes sociales
Otro hito en la peripecia de Aller fue su blog, uno de los más afamados de aquella blogosfera que precedió a las redes sociales: se llamaba Lo dice Diana Aller y duró 16 años. “Sí, surfeé la ola de los blogs, cuando todavía leíamos… En 2020 alguien me denunció, me cancelaron la cuenta y no la pude recuperar. Probablemente la denuncia tenía razón, en 16 años había escrito muchas cosas y cambiado mucho. Tenía comentarios gordófobos y algunas entradas sobre métodos de suicidio… Pero lo perdí todo, también mi cuenta de correo con mucha información, sin derecho a apelar o a guardar las cosas. Ahí me di cuenta lo desasistidos que estamos en cuanto a derechos de autor”. Entre las cosas que perdió, su colección de mapas de Google Maps, que elabora cuando visita una ciudad, porque otros de sus intereses, además de la filosofía, la neurociencia y mil cosas más, son la arquitectura y el urbanismo.
Durante un tiempo estudió grafología: “Mucha gente cree que es una disciplina esotérica, pero es muy racional: es fascinante ver cómo nos refleja la manera en la que dividimos y ordenamos el espacio a la hora de escribir”, apunta. Hay quien dice que, por su blog, Diana Aller fue influencer antes de que existiera la palabra influencer. “Menos mal que entonces no existían las redes sociales, porque me hubiera vuelto gilipollas. Siendo joven y en un lugar privilegiado hubiera sido insoportable”.
Aller se ha ganado la vida escribiendo para la tele. Ahora guiones de ficción, pero durante buena parte de su carrera programas del corazón, de citas, realities… o Sálvame. De ahí, dice, su buen oído para el diálogo popular y algunos conocimientos sobre la comunicación o la ruptura de la cuarta pared. Este tipo de televisión fue en tiempos pretéritos mal vista por la gente culta y moderna (la telebasura), ahora ya no tanto (excepto en la tele pública), aunque muchas veces se aborde desde un punto de vista irónico. “Cuando decía que trabajaba en Sálvame, en cualquier ámbito, era apedreada”, cuenta.
En el entretenimiento percibió tendencias clasistas y misóginas, también dentro de la industria, aunque ahora hayan empezado a cambiar las tornas. “En estos programas le estas contando una historia al espectador con unos cuerpos normativos y una forma de entender la vida muy pobre emocionalmente hablando, gente que no sabe gestionar sus emociones, gente muy primaria. No quiere decir que no sean inteligentes, pero venden toxicidad en sus relaciones. Al final se trata de hacer sentirse al espectador más listo, como en un whodunit de Agatha Christie o en esas series con coartada intelectual, donde algunos pillan las referencias. Es un ocio complaciente, y ahora se mira de forma irónica”.
Ser moderno, pues, también ha cambiado mucho: “Ahora ser moderno es ser complaciente con el dinero. Me gusta la música de ahora, pero no se rebela contra el sistema: quiere liderar el sistema. Las letras hablan de ganar mucho dinero, de ‘tu novio no te lo sabe hacer como yo’. Se vende toxicidad, la necesidad de ser el ganador, porque hemos confundido la felicidad con sus símbolos: ir a una playa paradisiaca en barco. Hemos caído en la trampa”, dice Aller.

Vuelta al principio. Aller se casó consigo misma hace diez años, después de otros diez de terapia y de ar con una asociación vasca, Mujeres Imperfectas, que impartía unos talleres, llamados ¡Sí, me quiero!, para casarse con una misma (lo llaman sologamia o automatrimonio). “Con la terapia comencé un larguísimo ejercicio de autocompasión y de creerme, entenderme, perdonarme. Y la cosa empezó como cualquier relación de amor: un día pienso que, uy, me molo, otro día me veo mona. Joder, me apetece salir conmigo y pasarlo bien conmigo y conocer más a esta persona”, dice.
Su boda se basó en tres pilares: el quererse ella mucho, el invitar a sus amigos y expresarles su amor, y la vertiente feminista. En aquella época la escritora estaba dolida por una ruptura sentimental, y quería superar esa dependencia de las relaciones que, a su juicio, abunda en las mujeres. Ahí empezó un “maravilloso” matrimonio.
“He prometido quererme y respetarme, eso no quita que tenga discusiones conmigo misma, o sea muy dura, o me trate mal… así que el camino continua, un camino de autoaceptación y de amor. Pero me escucho, y si quiero estar con alguna otra persona, en modo poliamor, me consulto y me digo: ‘¿Estas buscando ser elegida o estás eligiendo tú?”.
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